Había entonces un farol de enfermo
cobre
con la rispidez del abrazo de Judas.
Prendieron
hasta el cómplice halo ocre
con el inevitable afán de
la coartada.
Un tren de lascivas bocas, descreidas
de la comodidad del alma obediente.
No es el carbón sino el opio,
manto de musgo en la sinapsis,
quien traga las lascas de frío.
Fue sosiego.
Rimbaud discute con Baudelaire,
entre negras flores y ácidos burdeles.
Llevan el tambor de la pluma
cargada
de pretiles de muerte y
sinuosas cobijas de carne.
Son piel de Sade y alma de Baco,
pero permítanles no ser.
Llueven sódicas gotas de Helena,
de las que riegan el infértil
suelo de los amantes deshilachados
en cobardía;
y tienen la mirada incestuosa de Séneca
y la misoginia de Napoleón
y la telaraña de Adonis
y la vergüenza de Caín
y el bastardo andar de Hermes.
Descifrando el laberinto de Troya,
cuyos labios en V se abrirán,
para el renacer del Fénix
en su dolor monocromático de
manos fotosensibles.
Lo llamaron Artaud.